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UN TÚNEL DEL TIEMPO EGIPCIO
Escribe Gustavo Fernández Más
allá de lo que los papás de uno pensaban cuando por sobre
la cuna miraban a ese rozagante bebé que años después
se transformaría en quien esto escribe, todo se complota en convencerme
de que nacemos con ciertos destinos prefijados. Que aunque, por ejemplo,
uno sueñe con ser un intelectual más del montón, razonablemente
tolerado por sus congéneres, las cosas ocurren para demostrarnos
que ni siquiera somos dueños de nuestras ideas. Es el tipo de cosas
que suelen pasarme: no puedo evitar la compulsión, a lo largo de
los años, de volcarme a actividades o proponer cuestiones que despierten
el sarcasmo, la burla escéptica o el escándalo. Me pasó
cuando decidí ser parapsicólogo, me volvió a ocurrir
cuando, en vez de apoltronarme en la comodidad conceptual de una parapsicología
científica, opté por volcarme al Ocultismo, o cuando viajé
en busca de extraterrestres en el pasado argentino por toda nuestra dilatada
geografía, o cuando no tuve mejor idea que irme de paseo a hacer
experiencias parapsicológicas a la cumbre del Aconcagua, o cuando
fui en busca de extraños seres en la Caverna de las Brujas, o cuando
tras una improbable serpiente marina hice decenas de kilómetros
en una temblorosa piragua por el río Pilcomayo, o las noches cuya
cuenta he perdido en cementerios a la caza de fantasmas, o... O
cuando, como ahora, mientras leía atrasados artículos sobre
los últimos experimentos sobre clonación, una idea se filtró
en mi mente y, aún en contra de mi voluntad, creció hasta
convertirse en una teoría. Una teoría que, debo reconocerlo,
empieza a gustarme. Y que me parece absolutamente dictada “desde afuera”.
Es feo eso de sentirse un instrumento pero, en fin, si el destino es ser
canal de algún metafísico registro akhásico, no será
un servidor quien se resista. Así que con la tranquilidad que da
creerse entonces poco responsable de lo que uno dice, aquí va esta
propuesta. Que
consiste básicamente en repasar –y concatenar– tres instancias:
una biológica y genética –la clonación– otra esotérica
–la reencarnación– y una parapsicológica –el así llamado
“punto de anclaje”–. Y, si me apuran, una cuarta: lo extraterrestre –a
través del conocimiento legado por visitantes en la antigüedad–.
Repasemos algunos conceptos y aclaremos posturas frente a los mismos. De
la clonación no hay mucho interesantemente nuevo que pueda decir
–perdón, escribir–. En mayor o menor grado, todos han escuchado
de ese sistema novedoso –o no tanto, ya que sus fundamentos figuran en
manuales de divulgación científica de cuarenta años
atrás– que consiste en copiar seres vivos –incluso humanos– reproduciendo
el patrón genético de un sujeto en células soporte
de otro individuo. Sobre este apasionante campo se ha generado una discusión
más filosófica que técnica y de una dudosa moralina.
En efecto, las Iglesias han cuestionado la ética de clonar seres
humanos, por aquello de la biodiversidad y que cada fulano que camina sobre
el planeta es único e irrepetible; considero, sin embargo, que no
sólo se ha enfocado erróneamente la cuestión, sino
que incluso se ha informado malamente a la población, acudiendo
a cuestionables golpes bajos emocionales (¿”qué pasaría
si se clonaran muchos Hitler”?, es la tontera más habitual) para
responder a oscuros intereses. Y nunca mejor empleado lo de “oscuros”.
Lamentablemente, por estrechez mental o por maquiavélicas razones,
muchas de las religiones dominantes hoy en día se han opuesto durante
siglos al avance del conocimiento en todas sus formas. Antes, se quemaba
a sus responsables. Hoy, se les cubre de ridículo, lo que es todavía
peor, ya que el ridículo jamás ha creado mártires.
Aún más, se les sindica de amorales, y la razón es
sencilla: sólo se domina a la gente a través del miedo, y
el miedo es hijo dilecto de la ignorancia. Para controlar a las masas,
no hay que dejarles pensar ni informarse sanamente. De donde podríamos
inferir lo que vamos a llamar (si les parece bien) la Primera Ley de Fernández:
“Toda estructura religiosa o pseudorreligiosa necesitada de bienes y recursos
materiales y apoyo político crece numéricamente de manera
inversamente proporcional a la masa de información y del buen uso
que del raciocinio hagan sus feligreses”. Porque
si se hace un clon de Hitler tendremos un tipo bajito, de cabello chuzo
y bigote cortito, gesticulante y pocaspulgas, pero lo realmente importante,
es decir, todo lo demás, lo que es mentalmente, espiritualmente,
emocionalmente, moralmente, no es producto de la clonación: no existe
–eso los científicos lo saben muy bien– un gen del crimen. El ser
humano es más que la suma de sus partes biológicas. Los factores
ambientales, familiares, culturales, modelan la personalidad, sus virtudes
y defectos. No cometamos el error de hablar de una moral de la clonación
que necesariamente, para contradicción de las iglesias, sólo
es defendible si se niega el espíritu; que no está en el
ADN. Mil fulanos fotocopiados físicamente van a ser muy distintos
psicológicamente, y esa es la única biodiversidad que cuenta. ¿Hablamos de reencarnación?. No es necesario: si usted está leyendo estas líneas es porque, crea o no en ella, la conoce. Si no, ¿no se habrá equivocado de publicación?. Pero sí dediquemos algunas líneas a un concepto parapsicológico ni siquiera muy difundido entre los especialistas: el “punto de anclaje”. Llámase “punto de anclaje” a un lugar, objeto o persona que, por la intensidad emocional que conlleva, resulta la única referencia cognoscible para un “paquete de memoria”. Este término (“paquete de memoria”) fue propuesto por el biólogo francés Jean Jacques Delpasse para definir a lo que vulgarmente se denomina “fantasma”, es decir, el residuo psíquico superviviente de una persona fallecida. El “paquete de memoria”, luego de la destrucción biológica del cuerpo que le contuvo, tiende a “adherirse” a aquello que más significado emocional tuvo durante su vida física. En el estado pseudosonambúlico y desconcertante que atraviesa post mortem, el “paquete de memoria”, quizás no comprendiendo su nueva situación y condición, busca desesperadamente –si en vida ha carecido de la evolución espiritual necesaria para comprender lo que le ocurre y evolucionar a planos superiores de manifestación, “despegándose” así de esta realidad– aquella referencia que le es conocida. Como está privado de medios sensoriales, su forma de orientarse es el sentir, ya que sólo puede valerse de lo único que tiene porque es lo único que es: psiquismo residual y emocionalidad. Y así como cuando nos perdemos en una ciudad desconocida buscamos puntos de referencia conocidos –una iglesia, el hotel donde nos alojamos, una plaza central o la terminal de ómnibus– el “paquete de memoria” se “fija” –se “ancla”– a lo más importante que jalonó su vida: sus seres queridos, su casa, un objeto muy apreciado o ambicionado, sus propios restos mortales. Ello se transforma, entonces, en el “punto de anclaje”. Los puntos de anclaje explican las viviendas con “presencias”, por ejemplo. Los objetos “malditos”, o las entidades detectadas en cementerios, también. Bien. Supongamos por un momento que los antiguos egipcios conocieran el efecto “punto de anclaje”, lo que no es extraño, por otra parte, a su religión. Desde que se inició en las tinieblas de la prehistoria, sus prácticas rituales obligan a conservar no sólo el cuerpo, momificado, de sus difuntos, sino sus vísceras en vasijas ad hoc, además de sus tesoros (un buen motivo para “aferrarse” en esta vida), efectos personales de todo tipo y, en ciertas épocas, seres queridos que eran sepultados junto a ellos en sucesivas generaciones. Ellos mismos, en textos de todo tipo, papiros y petroglifos especialmente, señalan la importancia de estas prácticas para que, mientras el espíritu del difunto pueda ascender a los cielos, el “ka”, o doble astral, diríamos ahora, permanezca “vigilante” junto a los restos. De hecho, ellos entendían que la naturaleza humana se dividía en tres planos: “ka”, o cuerpo astral, “ba” o psiquismo, y “sit” o espíritu, como una versión microcósmica y adelantada en siglos al judeocristianismo de una Trinidad a escala humana. |
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